Sobre quién y cómo va construyendo esa imagen distorsionada en torno al "fraude" en las prestaciones sociales
No hay duda de que en nuestra
sociedad existe una sensación generalizada sobre el importante nivel de
“fraude” que rodearía a las prestaciones sociales. Y, sin embargo, tal percepción
social —y la consecuente y recurrente presencia del tema en todo tipo de foros
y debates públicos—, no se corresponde en la práctica ni con los datos reales
sobre el alcance de ese “fraude” —estimado en un 2% aproximado de los casos— ni
con el lugar relativo que éste debería ocupar respecto a otros tipos de fraude mucho
más injustificables y peligrosos para las arcas públicas por su peso y
trascendencia para la economía, como son el fraude fiscal o a la Seguridad Social.[1]
Sin tratar de justificar, ni
mucho menos, el fraude real en torno a las prestaciones
sociales, sí que nos parece imprescindible detenernos a analizar los porqués de
este sobredimensionamiento sobre su importancia.
De entrada, es evidente que esta opinión generalizada obedece en parte a que,
quien más quien menos, todo el mundo conocemos —o creemos conocer— algún caso
de “fraude” en nuestro entorno, y sabido es que a la hora de criticar y enjuiciar
nos resulta mucho más fácil hacerlo con el vecino —o con quienes tenemos justamente
al lado o debajo en la escala social—, que con los grandes bancos y las grandes
fortunas responsables de la actual crisis
económica, nuestra precaria situación personal, etc. Pero cuando decimos creemos conocer, nos referimos a que, con
frecuencia tendemos a confundir los términos, de forma que relacionamos el
“fraude” con otro tipo de situaciones que en puridad no lo son, por mucho que
nos parezcan injustas o éticamente criticables[2],
o debido muchas veces a una falta de conocimiento exacto sobre los requisitos
para acceder a estas prestaciones o sobre las circunstancias económicas reales
de las personas que creemos que cometen dicho “fraude”.
En cualquier caso, no es esto lo que nos interesa
tratar aquí, sino una cuestión mucho más concreta: el mezquino modo con el que
desde las instituciones —con la inestimable e imprescindible colaboración de
ciertos medios de comunicación— se contribuye a construir y alimentar dicha
percepción social. Sirvan los comentarios y análisis de la prensa que iremos subiendo a este blog para conocer los quiénes y los cómos de esta labor claramente intoxicadora y distorsionadora de la realidad, que no pasarían de ser meros deslices informativos si no fuera porque
detrás de esa supuesta preocupación por el “fraude” —el de las prestaciones
sociales, como hemos dicho, no el del fraude fiscal, no nos llevemos a engaño— se
esconde toda una campaña de recortes de las prestaciones, en donde el objetivo
último de este tipo de casos de utilización torticera del lenguaje y de la
información es el de criminalizar y
estigmatizar al conjunto de la población perceptora, situándola
permanentemente bajo sospecha y convirtiendo así en socialmente más asumibles las continuas políticas de recorte que de
un tiempo a esta parte venimos sufriendo.
Y ello mediante una doble vía: la de desanimar y desincentivar las nuevas
solicitudes —generando en quienes lo hacen una mezcla de sentimientos de vergüenza
y de culpa—, y la de desacreditar las posibles movilizaciones y protestas que
pudieran organizarse contra esos recortes. Un buen ejemplo de esta relación
interesada entre denuncia del “fraude” y propuesta de recortes lo tenemos en la
reciente propuesta del Partido Popular de elevar el periodo de empadronamiento
mínimo para solicitar la RGI
de 1 a 5
años —algo que, en puridad, no haría ni que disminuyera ni que aumentara el
fraude, pero evidentemente sí que descendiera el número de personas
perceptoras, objetivo último de la propuesta—, justo el mismo día en el que su
candidato a la alcaldía de Gasteiz se permite el lujo de afirmar que “algunas de las subvenciones acabaron en
manos de «defraudadores»” y “no podemos permitirnos el lujo de estar
pagando a delincuentes” —sin acompañar tales afirmaciones de datos reales, cosa
que por el contrario sí hace el concejal de Intervención Social en la misma
noticia, cuando señala que “el número de
defraudadores se sitúa por debajo del 2%” —, y obteniendo como entusiasta respuesta
un “concienzudo” y “exhaustivo” artículo de determinado medio de comunicación
en el que se limita a recoger varios supuestos casos de “fraude”, dando a entender
que lejos de representar la excepción, constituyen la norma en la gestión de
las prestaciones sociales.[3]
Invitamos a todas aquellas personas o colectivos que quieran colaborar en esta labor de desintoxicación para la que nace este blog, a que aporten ejemplos y casos de esta práctica tristemente tan habitual por parte de las instituciones y los medios, enviando esas aportaciones a la siguiente dirección de correo electrónico: mientequealgoqueda@yahoo.es
[1] Aun
suponiendo que el 100% de las personas que perciben la RGI cometieran fraude, hay que
recordar que su presupuesto total —360 millones de euros— es simple calderilla
si se compara con los 10.000 millones de
euros en que está estimado el fraude fiscal para el conjunto de la CAV.
[2] Como,
por ejemplo, que haya quien tiene que madrugar todos los días para trabajar
teniendo un salario poco mayor que la propia RGI; eso no convierte en defraudadora
a la persona perceptora —si acaso a la
empresa o persona empleadora de quien trabaja por tan escasos salarios—, por mucho que nos parezcan situaciones injustas que se pueden resolver por
distintas vías —eliminando la
prestación o prohibiendo los salarios por debajo del umbral de la pobreza—.
[3] Ver sendas noticias de El Correo, edición Vizcaya de 12/04/11, y edición Álava de 12/04/11 y 16/04/11.
[3] Ver sendas noticias de El Correo, edición Vizcaya de 12/04/11, y edición Álava de 12/04/11 y 16/04/11.